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Feas sin complejos

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Mensaje  my_face Lun Feb 14, 2011 4:14 pm

La fealdad no es ya una maldición genética que ha de llevarse a cuestas durante toda la vida. La mujer fea lo es porque quiere, y es culpable de no cuidarse, de no ir al gimnasio, de comer mal y mucho, de no acicalarse con la suficiente coquetería. Éste es el mensaje que, según la escritora Alicia Giménez Bartlett, circula por la publicidad cosmética y por gran parte de las revistas femeninas.
«Lo más terrible de esta nueva responsabilidad es que, naturalmente, una barra de labios, un perfume, un peinado determinado no va a metamorfosear a una mujer fea. Eso todo el mundo lo sabe. Se trata, sin embargo, de que quede bien patente que, al menos, se intenta», incide esta autora de novelas policíacas, que acaba de publicar La deuda de Eva. El pecado de ser feas y el deber de ser hermosas (Lumen).

Ser guapa, o parecerlo, se ha convertido en una obligación que exige pisar el gimnasio, vigilar la dieta y vestir bien. Pero siempre ha habido mujeres a las que, liberadas de la atadura de la belleza, no les importa mostrar sus defectos
Desde los orígenes de la humanidad, la mujer se adorna y cuida su apariencia, esconde su fealdad o los detalles menos armoniosos de su figura; una obligación de la que está eximido el hombre. Sin embargo, y desde el siglo XX, la mujer ha ido ganando la posibilidad de ser más natural, si le apetece, y a pesar de lo que transmita la publicidad.
Giménez Bartlett recorre en su obra los ángulos menos armoniosos de las «feas triunfantes», mujeres que no han ocultado su fisonomía irregular o que han desdeñado los signos de la seducción. En ese apartado incluye a políticas históricas como Golda Meir, Dolores Ibarruri o Federica Montseny, ministra de Sanidad durante la República, siempre vestida como cualquier ama de casa obrera y con los ojos empequeñecidos por sus gruesas gafas de miope.

Entre las políticas actuales cita a Matilde Fernández y Loyola de Palacio, poco inclinadas a las alegrías indumentarias, y de las actrices destaca a Katherine Hepburn, Barbra Streissand, Liza Minelli y Rossy de Palma. En un terreno inclasificable se encontraría Camilla Parker-Bowles. Todas ellas son «feas» que han asumido sus defectos sin complejos.

El ‘feísmo’ liberador

Miguel Gutiérrez, jefe del Servicio de Psiquiatría, explica que la aceptación de una misma se ha podido extender, más allá de casos puntuales, gracias al cambio de rol experimentado por las mujeres desde el siglo pasado. «El destino de la mujer era gustar al hombre. Pero su incorporación a la educación, y por tanto al trabajo, le ha traído independencia económica, o al menos en ese proceso estamos. Todo esto es fundamental para que la mujer se acepte como es, como lo hace el hombre, sin tener en cuenta la mirada masculina».

Fueron las feministas las que primero fomentaron el feísmo, por considerar que la belleza era una argucia ideológica para convertir a las mujeres en objetos manipulables. En consecuencia, renunciaron a los adornos y abandonaron la batalla de la seducción. Ahora, sin embargo, considera Giménez Bartlett, la mujer moderna acude sin complejos a «los métodos de belleza a su alcance», e incluso célebres feministas como Lidia Falcón y Magda Oranich visten a la moda y cuidan su aspecto físico.

En opinión del fotógrafo de moda Kote Cabezudo, de 54 años y con una larga trayectoria retratando modelos, el tópico de la mujer obsesionada por su aspecto tiene una base real. «El 99% de las mujeres tiene conciencia de sus imperfecciones y las trata de esconder», opina. «Cuando les enseñas las fotos nunca se ven del todo bien; siempre prefieren cómo han quedado las otras».

Los ojos de Bette Davis

Giménez Bartlett alude al caso de Hillary Clinton, que en las fotografías de sus años de estudiante aparece con grandes gafas cuadradas y vestimenta desastrada. «Una se pregunta qué vio Clinton en ella para llevarla hasta el altar. La inteligencia sería una respuesta a esa duda; una inteligencia que, entre otras cosas, sirvió para llevarle a él hasta la Casa Blanca», considera la autora de La deuda de Eva.

Pero también la actual senadora por Nueva York realizó su particular viaje del desaliño a la sofisticación para jugar la baza política de la imagen, y hoy aparece con lentillas, cuidadosamente peinada y con unos trajes carísimos. Algo parecido ocurrió con Matilde Fernández, antigua ministra de Asuntos Sociales, que al poco tiempo de ocupar su cargo en el Ministerio lucía un nuevo corte de pelo. O con Loyola de Palacio, a la que se recuerda durante su etapa en el Gobierno de Aznar por su austeridad y que posteriormente, como comisaria europea, se ha permitido ciertas licencias con el maquillaje.

La nariz ganchuda, los ojos saltones y las cejas pobladas de Bette Davis la destinaron a los papeles de mujer pérfida. El físico escuálido de Katherine Hepburn no se ajustaba a los cánones de belleza de Hollywood, donde se la obligó a representar a personajes más adecuados con su aspecto resolutivo y frío. En el cine español sobresalen los casos de Lola Gaos y Rossy de Palma como físicos muy expresivos y a la vez poco ortodoxos. Ninguna de ellas, que profesionalmente dependían de su belleza, escondieron sus defectos. Al contrario, supieron sacarles partido.

Cuando Kote Cabezudo conoció personalmente a Rossy de Palma, le sorprendió su «espontaneidad y sinceridad». «No tiene miedo a que le llamen fea. Ella lo asume, lo dice y ya está», añade.

Delgados por patriotismo

Hace escasas fechas, George W. Bush, presidente de Estados Unidos, exhortó a los ciudadanos de su país para que hicieran ejercicio y evitaran la obesidad. Mover los músculos, vino a decir, es una cuestión patriótica, debido a los cuantiosos gastos sanitarios que causan los obesos a la Administración pública, como antes lo fue dejar de fumar.

Uno de los mayores aciertos del libro de Alicia Giménez Bartlett, la creadora de la detective Petra Delicado, consiste en el análisis de los significados sociales que se atribuyen a la gordura o a la fealdad. Según los cánones estrictos y puritanos que rigen en la actualidad, a un gordo enseguida se le asocia con la comida basura, con las hamburguesas grasientas y la bollería industrial. Así las cosas, ¿cómo puede ser sensible y cultivado un tipo que se atiborra de alimentos insanos?», se pregunta con ironía la escritora.

Ser gordo también trasluce falta de ejercicio físico, y por eso se supone que dicho individuo es «autocomplaciente, abandonado, incapaz de acometer empresas que necesiten sacrificio o tenacidad».

Con semejantes rigores y «aspiraciones paranoicas a la delgadez», a la autora no le parece extraño que proliferen los desequilibrios psíquicos ligados a la alimentación, como la anorexia y la bulimia.
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